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martes, 8 de mayo de 2018

PRELUDIO PARA UN PACTO





Acabo de enviar este artículo para un número de Cuadernos de Pedagogía dedicado al Pacto por la Educación que, lógicamente, no he leído aún. Me interesa mucho conocer la opinión de quienes participarán en él, y sus propuestas para conseguir ese pacto soñado. Mi artículo, sin embargo, quiere esbozar un preludio.

En sus primeras notas van a resonar los límites de la educación escolar.

El presidente del Grupo Banco Mundial, Jim Yong Kim, en el Informe sobre el desarrollo mundial 2018, afirma: La educación fomenta el empleo, incrementa los ingresos, mejora la salud y reduce la pobreza. A nivel social, estimula la innovación, fortalece las instituciones y promueve la cohesión social. Pero estos beneficios dependen del aprendizaje, y la escola­rización sin aprendizaje es una oportunidad desaprovechada. Más aún, es una gran injusticia: los niños con los que la sociedad está más en deuda son aquellos que más necesitan de una buena educación para prosperar en la vida”.

En muchas escuelas se escolarizan y aprenden alumnos que pertenecen a este último grupo. Sobre sus profesores, en solitario, hace recaer el Banco Mundial una atribución inmensa: su futuro empleo, sus ingresos, su salud, su fuga del umbral de la pobreza, su rol en la sociedad… Antes de anonadarnos por completo, podemos recordar a León Tolstói en un párrafo de ese monumento humano que es Ana Karenina: “La mejora de las condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”  Y comprendemos que es Tolstói quien acierta.

Hace ya unas cuantas décadas, la escuela aceptó todas las responsabilidades que no se supieron adjudicar, desde poner en práctica los fundamentos de la democracia hasta cuidar la salud bucodental. También guardó silencio ante el tópico de la educación escolar como panacea universal de los desajustes personales y disrupciones sociales. Por supuesto los profesores siempre supimos que no podríamos cumplir con tan altas expectativas pero, aquejados de pérdida de identidad, dimos la razón a quienes ponían todo sobre nuestros hombros, a sabiendas de que íbamos a defraudarlos. De ahí que hoy la mayor fuente de desmotivación para los docentes sea el desequilibrio entre sus esfuerzos- dispersos en la amplitud de objetivos-  y los logros del alumno. Hemos levantado un universo sobre una premisa falsa pero ha llegado el momento de decir la verdad: la educación escolar no es omnipotente. Hay una función para ella, otra para la familia, otra para la política educativa y muchas para la sociedad (medios de comunicación, modelos de comportamiento, gestores de los horarios laborales, cuidado de los colectivos en riesgo, facilidad de acceso a la cultura y el arte, inversión en mejoras sociales…)

Así que la primera parte del preludio para un pacto concluye con este ruego: antes de establecer medidas concretas de mejora de la educación, por favor definamos con seriedad qué es una escuela, qué son los profesores, cuál es su función y qué esperamos realmente de ellos.

En la segunda parte del preludio, debemos hablar de las familias, tantas veces desorientadas y agotadas. Nadie pondrá en duda que la implicación de los padres en la educación de sus hijos necesita tiempo. Educar es convivir. Por tanto, debemos establecer un diseño más racional de los horarios laborales. El éxito del sistema educativo precisa del apoyo de la familia, de su participación en la escuela, de su disponibilidad de tiempo para atender los requerimientos de los profesores y de los propios hijos. El verdadero reto de la conciliación familiar y laboral es que permita a los padres ejercer con verdadero protagonismo su derecho y su deber de educar, y que permita a la escuela cumplir con su papel específico y propio: el lugar del conocimiento y el aprendizaje.  Así pues, el preludio de un pacto tendría que conseguir la racionalización de los horarios. Todas las medidas destinadas a lograr este objetivo contribuirán, sin duda alguna, a mejorar la educación.

El tercer momento introducirá un nuevo tema: la política educativa. En nuestro país, su mayor lastre es el cortoplacismo. Cada norma, cada ley se circunscribe al periodo de gobierno del partido de turno. La prioridad parece ser la aplicación de la ideología entendida como una marca de clan, a la que se opone el clan de enfrente cuando le llega su oportunidad. De ahí el desprecio a los dictámenes de los órganos consultivos y de representación. Por ejemplo en el proceso de elaboración de la LOMCE – que es el gran paradigma de los errores políticos en educación-  el Consejo de Estado, el Consejo Escolar y organizaciones del profesorado aportaron propuestas valiosas que contaban con amplio consenso. Fueron ignoradas y, sin embargo, habrían mejorado el articulado de la ley y aumentado su apoyo social.

Creer que las ideologías deben dictar las decisiones en educación es un residuo del siglo XX. En un país democrático occidental, pleno de tecnología e inserto en un mundo globalizado, la expresión política se basa fundamentalmente en el respeto al Derecho y en los avances en el concepto de ciudadanía. En este sentido, y salvo matices culturales, los españoles no se distinguen de los finlandeses. Aquí como allí, la gente necesita manejarse en la vida, situarse ante el mundo con suficientes conocimientos, respetar los derechos de todos, cumplir con los deberes, conseguir un trabajo digno y ser consciente del tesoro que es la democracia. Así que antes de sentarse a hablar de educación, los políticos deberán asegurar a los ciudadanos su voluntad de intervenir en la mejora del futuro y no solo en el mantenimiento del statu quo inmediato.

Por supuesto, y como coda, no habrá pacto de educación sin el desarrollo previo de políticas de igualdad, de protección social, de empleo digno. Sin una llamada de atención a los medios de masas. Sin una puesta en valor de la cultura, que facilite el acceso de todos. Sin que en los grandes titulares veamos por fin a personas que puedan servirnos a todos de modelo ético.

La mejora de las condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”  Sí, Tolstói acierta.

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