He recomendado
muchas veces el libro “Momentos estelares de la humanidad”, del gran Stefan
Zweig. Es un breve ensayo histórico en el que Zweig, con su maestría y
sensibilidad, narra sucesos históricos pero fijándose únicamente en los
pequeños detalles. De todos los “momentos” que contiene el libro, mi favorito
es el que narra la historia de Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Pacífico.
Cuenta Zweig que Balboa y sus compañeros, después de haber abandonado sus
carabelas en el Atlántico y atravesar el istmo de Centroamérica entre enormes
penalidades, se encontraron frente a un mar nuevo e incógnito. Y entonces se
sumergieron en sus aguas y las bebieron, para averiguar si tenían el mismo sabor
salado del océano que habían dejado atrás. He utilizado muchas veces esta
historia porque me parece la metáfora ideal para definir el tiempo en el cual
nos encontramos los profesores. Estamos situados ante un nuevo paradigma
educativo, pero el espejo nos devuelve una imagen borrosa porque los cambios
tecnológicos y sociales parecen diluir nuestra identidad. El perfil profesional
de los docentes está cambiando vertiginosamente. Como hemos dicho otras veces,
todo el mundo sabe para qué sirve la Wikipedia pero, ¿para qué sirve un
profesor?
La revolución
educativa en la que hemos entrado de pleno nos trae un nuevo perfil profesional,
una nueva identidad. La dicotomía entre información y conocimiento; la tensión
entre autonomía necesaria y burocratización obligatoria; la distancia entre los
absolutos - conocimiento y valores- con los que trabajamos en la escuela, y los
relativos en que se mueve la sociedad; en resumen, el nuevo paradigma educativo
está modificando de manera imparable el “hacia afuera” de la profesión docente.
Pero no debemos asustarnos por la importancia de estos cambios. Los profesores
no somos árboles. Podemos movernos.
Algunos gráficos nos muestran el panorama que encontramos al
entrar en clase mejor que nuestra propia observación. Por ejemplo, se nos
demuestra que, en el método tradicional de profesor que habla ante alumno que
escucha, la mitad de la clase está desconectada, ya sea activamente- es decir,
enredando- o pasivamente: poniendo cara de póker y mirando de reojo el reloj.
En la otra mitad, hay un 10% que escucha y aprende, un 10% que ya se lo sabe y
se está aburriendo soberanamente- los alumnos de alta capacidad que casi
siempre abandonamos-, un 10% que empieza con ganas y luego se pierde, y un 20%
que quiere pero no puede seguirnos el ritmo. Y si esto es verdad, ¿cuánto
tiempo vamos a seguir trabajando así? ¿Cuándo vamos a darnos cuenta de que el
mundo de nuestros alumnos ha cambiado completamente?
Es imprescindible comprender que innovar es cambiar algo, no
todo. Innovar es recuperar la motivación; dividir el trabajo; poner metas al
curso, no al día; ir de lo fácil a lo difícil; divertirse en clase; comprender
que hoy la unidad mínima de acción educativa es el centro en su totalidad. Pero
para innovar hay que desaprender. Este “desaprendizaje”
es, seguramente, el mayor reto de innovación al que nos enfrentamos los
profesores, y no tiene nada que ver con reciclarse o manejar bien las
herramientas tecnológicas.
Desaprender es: dar más importancia al proceso que al
resultado; sentirse miembro integrado de un centro; abrir la puerta del aula al
entorno social y, sobre todo, a los otros miembros del claustro; no enseñar
aquello que el alumno puede aprender por sí sólo; asumir que el alumno puede
aprender tanto fuera como dentro del aula, de sí mismos y de sus compañeros; asumir
que el alumno también puede enseñarnos algo a nosotros, los ex de la tarima;
comprender que lo que se aprende en la clase debe tener sentido fuera de la
clase; cambiar el Yo hablo y tú callas por el diálogo; transmitir la idea de que el error es una oportunidad
de aprendizaje; potenciar la reflexión y el espíritu crítico; hacer alguna
“locura” en equipo: un taller de teatro, una orquesta, un taller de
videojuegos, un programa de radio…; atreverse a ser un profesor genial; comprender
que todos somos tutores, de los alumnos y de nuestros propios compañeros de
claustro, porque tutor es la persona que tiene la responsabilidad de velar por
otros.
Y en medio de este cambio, es importante también recordar
nuestras certezas porque el nuevo paradigma educativo conserva intacto el “hacia
adentro” de nuestra profesión: la comunicación interpersonal, la esencialidad
que nos hace únicos; y la trascendencia, es decir, la influencia biográfica sobre
otras personas. Y por supuesto se mantienen inamovibles, por mucho vendaval de
cambio que sople, nuestros requisitos personales para ejercer la profesión
docente: la vocación, la aptitud y la exigencia ética.
Es tranquilizador pensar que el mar que probaron Vasco Núñez
de Balboa y sus compañeros era salado, evidentemente. Por eso me animo a
recordar cada mañana, antes de abrir la puerta de una clase a primera hora, que
la docencia- mi elección profesional- es y seguirá siendo una manera salada y
profunda de vivir.
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