Yo conozco a un melero. Vive en lo alto de un monte sobre el mar, en
la ría de Cedeira, y reparte sus colmenas por los acantilados porque sus abejas
liban el jugo del eucalipto y del brezo. Como este apicultor de la fotografía,
que vive en Bangladesh, el melero gallego se viste con ropajes raros, rejillas
y sombreros, pero aún así está siempre lleno de picaduras. Ambos tienen la
misma expresión reconcentrada y seria: son buscadores de tesoros.
Y es que los tesoros escondidos existen, aunque no sean fáciles de
encontrar porque están ocultos y custodiados a veces, como en los cuentos, por
seres extraños. O porque, como le sucede a la miel, están encerrados en el
interior de construcciones perfectas, realizadas por las ingenieras más creativas,
hacendosas e insociables del mundo.
Debemos tener presente que todos los tesoros escondidos son auténticos
tesoros, realidades maravillosas que modifican la vida, aunque por eso mismo
sean esquivos. Lo primero que hay que hacer para encontrarlos es buscarlos. Con
paciencia. Con tiempo. El buscador de tesoros debe ser despilfarrador del
tiempo, saber dar tiempo al tiempo, esperar siempre. Encontrar el tesoro
requiere mucha, mucha paciencia. Tanta como la del melero, que no puede acelerar,
ni interrumpir, el proceso natural, la metamorfosis mágica que han aprendido a
efectuar las abejas a lo largo de millones de años para obtener, desde el
corazón de la flor, una porción de pura miel.
Y ¿dónde encontraremos el escondite de los mayores tesoros? Pues en el
alma de cada persona; todos lo sabemos.
Si hay un tesoro en mi interior, si estoy llena de miel, para sacarla
a la luz debo ser, al mismo tiempo, el apicultor y la colmena. Necesito conquistar a sus fieros guardianes –que
tienen los aguijones del miedo y la vergüenza- antes de poseerla. Y también necesito
prestar atención a los minúsculos guiños de lo cotidiano: el viento en el
eucalipto, el salitre sobre el brezo o el amarillo de la flor.
Los tesoros existen dentro de nosotros, como la miel en el interior de
las colmenas, custodiados paradójicamente por nuestros miedos y miserias; y
existen fuera de nosotros, escondidos en los pequeños guiños de la realidad. Si
cada ser humano esconde un tesoro, su valor es extraordinario; si cada día de una vida corriente está lleno
de tesoros, hay que sonreír a esa vida.
En este año nuevo podríamos ponernos en marcha y buscar nuestro tesoro
interior. Debe de ser muy bonito saberse hecho de miel y ofrecerla a los demás:
ser melero.
Artículo escrito para la revista 21RS
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