Hace apenas una
semana, y para abordar en clase el gravísimo problema del acoso escolar, conté
a los alumnos de 5º de primaria la historia del niño acosado que, convertido ya
en adulto y cirujano, tuvo que operar a vida o muerte a su acosador. La clase entendió
la moraleja sobre el sentido cíclico de las situaciones vitales. También, por
supuesto, el dilema moral. Todos menos uno apostaron de manera espontánea por
la solución más humana: el médico salvó la vida del paciente. Sin embargo, un
chiquillo que ha vivido problemas serios de violencia familiar, optó por la
venganza. Para él era la solución más lógica. Ni sus compañeros ni yo logramos
que cambiara de opinión. El debate fue muy intenso, salieron a la luz algunos
problemas que permanecían ocultos y la sombra del acoso escolar - un fenómeno
que se desarrolla siempre en el ecosistema de los niños - planeó sobre mi aula. “Yo sufro”. “Yo acoso.”
Desde el momento en que los niños abandonan el mundo protegido de la
primera infancia y se encuentran con retos que deben resolver solos, comienzan
la andadura de su propia vida. El modo en que afrontan los problemas que se les
plantean depende de un importante conjunto de factores que actúan todos a la
vez: el carácter, la construcción psicológica, la educación que reciben, el
medio cultural y la actitud misma de la sociedad para con ellos.
Un problema al que todos deben enfrentarse es el conflicto con los
iguales: la discusión, el enfrentamiento o la mera cesión de derechos
inevitable en cualquier laboratorio de convivencia, sea la escuela, el parque o la oficina. Ya decía Kant que nuestro
rasgo más característico como seres humanos es “la insociable sociabilidad.”
Los conflictos son imprescindibles para la socialización plena del
pensamiento, para ver a los otros en cuanto que son “otros que yo” y tenerlos en cuenta. El conflicto
enseña al niño a ajustar las relaciones con los miembros de su grupo, a
percibir claramente tanto los sentimientos que le inspiran los otros - con
quién conecta y con quién no- como los que él inspira en los demás. Se realiza
de esta manera y de forma natural la selección entre afines que es consustancial
a la amistad.
Por supuesto, la palabra “conflicto” implica solamente los hechos incluidos
en su definición: pelea, problema, diferencia de opinión, discusión. Es decir,
una situación en la que hay bandos y contendientes, natural en el enfrentamiento
entre iguales; algo muy diferente a la agresión, o al acoso escolar, en los que
hay verdugos y víctimas. Esta primera distinción es fundamental para abordar las
conductas sistemáticas de acoso y violencia escolar en toda su complejidad y
dándoles la importancia que se merecen. Y debemos tomarlas en serio porque están
sucediendo a nuestro lado, en cuanto volvemos la espalda.
La agresividad
intimidatoria entre escolares no es nueva. El matón es un personaje antiguo ¿Quién no es capaz de recordar las
novatadas? ¿Quién no ha tenido un mote o ha vivido con desesperación el día en
que estrenó las gafas? Sin embargo,
muchos nuevos factores inciden en que las acciones sistemáticas de acoso tengan
en nuestros días derivaciones más graves, sean más violentas y despiadadas y,
en muchos casos, queden impunes. Precisamente porque los niños viven un momento
de especial indefensión en una sociedad agresiva, que los colma a la vez de
derechos y de desprecios, es momento de que los centros escolares se conviertan
en lugares de prevención, diagnóstico inmediato y tratamiento eficaz de esa
victimización entre iguales en que consiste el bullying. Esa acción negativa e intencionada sitúa a las
víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios
medios, y los profesores tenemos la responsabilidad esencial de protegerlos.
A
pesar de ello, todos los estudios señalan que nuestra intervención puede ser
tardía e incluso escasa, y esta es una certeza que nos desvela a todos. Aunque
no se debe generalizar, parece claro que las herramientas que empleamos, tanto
en forma de normativas como en la formación específica y en la acción tutorial,
son insuficientes. Y a pesar de ello, los estudios constatan también la
existencia de zonas y horarios de especial conflictividad precisamente porque
no hay profesores delante, entre los que se lleva la palma el recreo que sigue
a la hora de la comida. En esa franja horaria se observa la relación
inversamente proporcional entre el número de profesores y la incidencia de los
conflictos. Por tanto parece demostrado que nuestra presencia, nuestras
decisiones y nuestra actitud frente a los agresores y víctimas son factores de
enorme relevancia en la incidencia de los problemas y la dimensión que pueden
llegar a alcanzar.
Por
supuesto, los mismos estudios que ponen el acento en nuestras dificultades como
docentes demuestran que tanto los padres de los alumnos víctimas de agresiones
como los de quienes intimidan a otros compañeros no tienen conciencia del
problema y hablan de él con sus hijos en contadas ocasiones.
Es por
tanto la comunidad educativa en pleno, como fuerza compensatoria, quien influye en la solución del acoso escolar. Las actitudes, conducta y
preparación de familias, profesores y personal del centro son elementos
decisivos.
Como
tutora de un curso de Primaria, me parece urgente, en primer lugar, la
formación específica, que deberían facilitar con urgencia las administraciones.
Mientras llega a los centros- y espero que inaugure masivamente el próximo
curso- hay otro aspecto importante que está en nuestra mano: la permisividad en
cuanto a normas de conducta también está asociada al desarrollo de las
actitudes de violencia escolar. Las normas de centro claras y que se cumplen
son imprescindibles, junto con la información preventiva, el debate, el diálogo
abierto y la concienciación.
“Yo sufro”. “Yo
acoso.” Estas dos alarmas tienen que convertirse para todos en una prioridad
máxima. Así que, a quien corresponda, pido en nombre propio y de mis compañeros
formación intensiva e inmediata para la prevención, diagnóstico y tratamiento
del acoso escolar.
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