Educar es una de las experiencias más
transformadoras y bellas de la vida pero también es un compromiso con la vida
misma. En lo bueno y lo malo, en la
riqueza y la pobreza, en la salud y la enfermedad somos el padre o la
madre, la profesora o el maestro de otro ser humano. Por tanto, estamos para
siempre vinculados a él. En cierto sentido, nos hacemos eternos a través de las
personas a cuya educación contribuimos.
Educar es transmitir el modo de empleo de la vida, dar a conocer
las posibilidades de la inteligencia humana pero también del alma – los
sentimientos - y del espíritu – la capacidad de juzgar, ejercer la fuerza de
voluntad y decidir libremente-.
Los valores existen. Son cualidades
positivas, reales y no relativas, y
tienen por ello una dimensión objetiva. Pero es muy importante tener en cuenta
que son relacionales, es decir,
nosotros los captamos o no - los valoramos-
en una dimensión subjetiva que es
esencial también. Son como las cualidades de un gran vino, que permanecen
ocultas mientras no lo pruebe quien las sabe apreciar. O como el arpa de la
rima de Bécquer, cuyas notas esperan la mano que sabe arrancarlas.
Desde que los antiguos griegos propusieron el concepto Êthos para definir el carácter, el sentido ético se considera parte esencial del hombre. La ética constituye y fundamenta nuestra personalidad, nuestros hábitos, nuestra predisposición para elegir en un sentido o en otro.
En el transcurso de la vida vamos
formando nuestro carácter – es decir, somos cada
vez más éticos-, y debemos construir, a partir de la educación recibida y
con el esfuerzo propio, una manera de ser que nos permita avanzar con la moral alta y no desmoralizados. Altos de moral, es decir, controlando las
circunstancias, dueños de nuestra vida, con los pies firmes y la frente alta.
Con la moral del Alcoyano, si es que alguien recuerda esa vieja expresión.
Forjar un buen carácter a partir de la herencia genética, la educación y la
capacidad para superar ambas es, de hecho, la tarea de cada vida.
En esta dimensión resultan
imprescindibles los valores positivos, las virtudes, aquello que los antiguos
griegos llamaban la areté: una manera
buena de ser. Poner en práctica las
virtudes ayuda a realizarse como ser humano y ajusta la convivencia con los
demás. Quien se mueve en una escala de valores positiva está apropiado de sí, es dueño de su vida, libre.
Y esto es así porque las virtudes - que recibimos después de haberlas ejercitado, como nos recuerda Aristóteles - nos
permiten empoderarnos, una bella y
antigua palabra castellana que significa dar
poder a las propias capacidades, el objetivo de una buena educación. Por eso educar
en valores
es educar, sencillamente. Debemos mostrar cuáles son los valores buenos porque
para captarlos es necesario estimarlos, comprender su jerarquía y distinguirlos
de los deseos y las preferencias. Debemos enseñar a valorar lo que
verdaderamente sirve para vivir.
Sin embargo, tenemos que educar en una
sociedad que busca la felicidad en el bienestar y no comprende que el sentido
de las cosas importa aún más que la felicidad. Decía Heidegger: Ninguna época acumuló tantos y tan ricos
conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época logró que este
saber fuera tan rápida y cómodamente accesible. Y no obstante, ninguna época
supo menos qué es el hombre.
Además hay otros ámbitos educativos
importantes. La adquisición de conocimientos, destrezas y valores de la
convivencia social se lleva a cabo en la escuela. En cierto sentido, los
profesores ejercemos sobre nuestros alumnos un liderazgo moral, y el liderazgo
no es sino la voluntad constante de mejora… propia. Sin embargo, para que este escenario
importantísimo funcione bien, debemos procurar coherencia entre colegio y casa, sabiendo que la educación
escolar complementa a la de la familia, no la suple. Por supuesto, también los
medios de comunicación son emisores de mensajes educativos y a través de ellos
entran en casa la mayoría de los valores que imperan hoy, pero ni siquiera su
influencia, aunque tiene la fuerza de un titán, sustituye a la de la familia.
La segunda cuestión - ¿Cómo educar
hoy?- es más compleja. Todas las
sociedades humanas se definen por su escala de valores y los que priman hoy en
la nuestra no son empoderantes. Descritos brevemente, con ayuda de la profesora
Adela Cortina, algunos de los valores más
valorados en el momento actual son:
·
El
“cortoplacismo”, la ausencia de un proyecto de futuro. Su paradigma es la
tarjeta de crédito. Disfrute ahora y
pague más tarde es uno de los mensajes que más escuchan los jóvenes. Nuestro
dueño es el absoluto presente –carpe diem-.
Decía Nietzsche: el hombre ya no es capaz
de hacer promesas. Claro que no, puesto que las promesas necesitan tiempo
para ser cumplidas. Y sin embargo, hacer una promesa y cumplirla es la única
manera que tenemos de controlar la incertidumbre del futuro.
·
El
individualismo. Pone en primer lugar la libertad negativa, es decir, entendida
como independencia absoluta: “en mi perímetro hago lo que quiero y nadie
interfiere”. Es una actitud que daña gravemente la convivencia. Nos gusta
disfrutar de las ventajas de formar parte de una sociedad pero no asumimos las
responsabilidades que conlleva. La imagen más elocuente es la casa donde hay un
televisor y un ordenador en cada dormitorio y ya no hay turnos que esperar, ni
nada que ceder, ni un espacio común para con-vivir. Nuestra cultura, llena de
recursos comunicativos, en triste paradoja, nos aísla y nos hace romper vínculos con los más cercanos a
nosotros.
·
La
ética “indolora”: se reclaman los derechos pero no se reconocen las obligaciones. Y tampoco parece caber el
respeto, la philia politike de los
clásicos, una consideración hacia la persona que está frente a mí, sea quien
sea, y que es independiente de las cualidades o los logros que admire en ella.
Uno de los indicadores de la despersonalización de nuestro tiempo es
precisamente que sólo cabe el respeto para lo que admiramos o estimamos.
·
La
exterioridad, la incapacidad de reflexionar. Es una pérdida dolorosa. El auge
de las religiones orientales, con sus técnicas de meditación, atestigua cuánto
echamos de menos, sin saberlo siquiera, la dimensión interior. Para ser dueño
de la propia vida hay que conocerse: ¿Quién soy yo? ¿Por qué hago lo que hago?
Como diría el profesor Savater: las
preguntas de la vida.
·
La
competitividad, la autoestima fuerte, ciega, entendida como hacer más cosas y aguantar más tiempo,
que se confunde con la libertad, la juventud o la modernidad. Y junto a ella,
la experimentación de lo nuevo por lo nuevo, sin calcular las consecuencias, en
la convicción de que la diversión y la felicidad están asociadas al consumo.
Una estrategia de mercado bien disfrazada nos hace creer que el alcohol, las
drogas, la sexualidad indiscriminada y la adquisición de la última moda son experiencias obligatorias. Esta valoración
produce estragos en la salud física y mental de mucha gente joven y les hace
olvidar que las personas felices tienen responsabilidades y compromisos.
·
El
gregarismo, que no es sociabilidad sino inercia de seguir lo que todo el mundo
haga o diga. Cada vez resulta más difícil distinguirse de la masa, de manera
que las opiniones personales, si discrepan de lo políticamente correcto – ¿establecido por quién?- se mantienen
ocultas, se sofocan. Aunque nunca del todo, claro está. En este sentido, las
tecnologías de la comunicación están abriendo nuevas corrientes de opinión y
participación en las que seguramente está el germen del futuro.
·
La
falta de compasión, la dureza en los
sentimientos. No nos damos cuenta de que compasión no es condescendencia de los
que están bien con los que se encuentran mal, sino acompañamiento del otro en
el sufrimiento y en la alegría. Además, como la compasión está unida a la
justicia, estamos olvidando también que ésta es, en su origen, dar a cada uno
lo suyo, no a todos lo mismo.
Para educar bien, es
imprescindible mostrar a los niños y adolescentes aquellos valores que pueden
fortalecer su personalidad. Nos encontramos:
Las claves están en la
disciplina, que funciona como alimento de cualquier proyecto, y la fuerza de
voluntad, el músculo necesario para afrontar los retos que la vida nos
presenta.
¿Cómo se educa en estos
valores? Aumentando el nivel de
exigencia, poniendo cada día frente a nuestros hijos o alumnos algunos
pequeños retos personales, escalones adecuados
a su estatura, cuyo premio sea la satisfacción de haberlos subido.
·
Frente
al individualismo, el personalismo. Martin Buber lo explica muy bien: No existe otra manera de construir una
comunidad en la que se equilibren justicia y libertad más que basándola en la
relación de encuentro entre personas. Es el diálogo cara a cara, que
justifica la posición erguida del hombre frente a las otras especies. La tolerancia
y el respeto fundamentan este encuentro entre personas que debemos poner en
práctica cada día.
·
Frente
al gregarismo, la participación social. El hombre no sólo tiene voz para
expresar el placer o el dolor; también tiene palabra, capacidad de buscar
acuerdos. Ser gregario es lo contrario de ser social. Sentirse ciudadano quiere
decir estar comprometido con buscar lo mejor para todos. El ejemplo de unos
padres que se implican en su comunidad, el trabajo en grupo, ser responsable de
pequeñas tareas, la solidaridad, la participación en actividades sociales,
ayudan a educar en este valor. La generosidad, que ensancha la vida, y el
esfuerzo por la paz serán nuestras claves también.
·
Frente
al consumo desenfrenado, la austeridad. También en la manera de consumir
mostramos nuestro compromiso vital. Ser austero en este tiempo es una elección
porque estamos rodeados de estímulos que deciden por nosotros. No somos más
libres ni más felices por malbaratar las cosas. La vida diaria de cada familia,
la dinámica de cada aula, puede educar en este valor, indudablemente con el
ejemplo.
·
Frente
a la ética indolora, la exigencia de los derechos y también de las
responsabilidades. Padres y profesores tenemos que establecer normas claras que
enmarquen la convivencia desde el principio, como las tiene la sociedad en que los
jóvenes van a vivir y como las tiene la inevitable relación con los demás. Ser
responsable quiere decir escuchar los retos y las exigencias de la vida y responder a ellas. Pero sólo puede
responder de sí mismo quien se gobierna.
·
La
autoestima razonable, que reconoce los propios límites y es capaz por ello de
potenciar lo mejor y aceptar lo menos bueno, de hacer más fuertes las propias
capacidades y superar el desánimo que producen los fracasos. Para ella, el
deporte es el educador por antonomasia pero también importa entender el
verdadero significado de la belleza y del Arte. Ambos, deporte y arte, esperan
algo más de protagonismo en nuestras aulas.
·
El
fortalecimiento de los vínculos con la familia y con el entorno. Es
imprescindible recuperar las obligaciones, la ob-ligatio que establece una vinculación con los demás y que nos
liga a nuestra propia realidad personal. Para nuestros alumnos, una de estas
obligaciones fundamentales es el esfuerzo ante el estudio, que deben entender
como un compromiso ante su propia vida y ante la sociedad.
·
La
recuperación de la interioridad, del “examen de conciencia”, que hace preguntas
sobre uno mismo. No corras, ve despacio,
que a donde debes ir es a ti sólo, escribía Juan Ramón Jiménez. Lectura y
reflexión, pero también algún momento de silencio, de pantalla apagada, de
diálogo tranquilo … Escuchar a los niños les enseña el valor de escucharse para encontrar su propia
identidad.
Dicen que Francisco de Goya quería
escribir en su epitafio: Aún aprendo.
Seguramente, la inagotable posibilidad de aprender es el gran privilegio de
cada ser humano. Educar bien a las próximas generaciones es nuestro reto y
nuestra responsabilidad. Podemos aprender a hacerlo y podemos construir para
nosotros mismos una actitud empoderante.