En un texto celebérrimo – “La educación
después de Auschwitz”- el filósofo Theodor W. Adorno elabora un fiero alegato
contra la inconsciencia de los seres humanos, a la cual achaca todas las
posibilidades de repetir una y otra vez errores y tragedias. Considera como
problema grave lo que denomina “conciencia cosificada”, aquella necesidad de
organizar “con realismo exagerado y con ausencia de emoción”, todo tipo de
actividades sin objetivo, sin proyecto y sin meta. El hacer por hacer, que
decían nuestros padres. Adorno dispara sus dardos contra quienes ocupan los
lugares de mayor responsabilidad social, y denuncia la obsesión de muchos
gobernantes por sacar adelante, a cualquier precio, “una supuesta aunque
ilusoria política realista”, en la que se muestran poseídos por la voluntad de
hacer cosas, de firmar y firmar papeles cada media hora, como quien toma un
jarabe para la tos, mientras permanecen indiferentes al contenido de su acción y a la
repercusión que pueda tener sobre los destinatarios, considerados, si es que se
piensa en ellos, como meras cosas sin importancia. Esa actividad ciega – dice el
filósofo- termina convirtiéndose en un culto, y su fundamento se sustenta en la
propaganda.
No he dejado de pensar en el
texto de Adorno mientras rememoraba la pequeña historia de la educación en
España en estos últimos años. Desde el Pacto
que quiso el ministro Gabilondo- en cuyo texto tuve el honor de participar como
miembro del secretariado estatal de ANPE- , pasando por la ilusión de tocarlo
con los dedos y la frustración de verlo encallar, hasta la incomunicación del
ministro Wert y su equipo, con los que, literalmente, nunca se pudo dialogar.
Por medio, una enésima Ley Orgánica de Educación, elaborada de espaldas a todos
pero cimentada en la vieja LOGSE, a la cual se le colgaron, sobre la comprensividad
de fondo, métodos nórdicos y evaluaciones, hasta convertirla en un pequeño
engendro, como si se tratara de un nuevo monstruo del doctor Frankenstein. Y
por supuesto, como telón de fondo, una crisis más larga de la cuenta, que se
cebó en lo más necesario y lo más delicado de todo: el profesorado. Por aquí y
por allá, iniciativas bienintencionadas y muy frustrantes, como la del Libro
Blanco. Todo menos un Estatuto Docente. Y hoy, con la LOMCE casi terminada de implantar,
volvemos al punto de partida.
Esta vez parece que se va en serio: habrá Pacto. Aún
así, me ha hecho mucha gracia que lo primero haya sido encargar un diagnóstico,
como si no estuviera ya más que hecho, entre informes internacionales, memorias
y evaluaciones. Debe de haber cientos de diagnósticos sobre la educación en los
cajones del Congreso. No es cuestión de diagnósticos ya. Solo habrá un
verdadero pacto si ponemos por escrito lo que queremos para nuestro país en los
próximos veinte años, cómo queremos que sea nuestra gente, dónde soñamos con
estar situados. Solo habrá un verdadero pacto si aceptamos que se debe invertir
en profesorado y en recursos para atender el tremendo peligro de la exclusión
que acecha hoy a miles de niños y niñas.
Siempre se vuelve al primer amor,
dice el tango. Nosotros hemos vuelto a aquel momento mágico del diálogo
político y social sobre educación, pero no somos tan ingenuos como entonces. En
el recorrido desde ayer a hoy, las familias, los alumnos y los profesores hemos
sufrido el daño inenarrable, el despilfarro tonto, la tensión inútil y la
tomadura de pelo – ya basta de eufemismos- que ha sido la LOMCE. Y ahora
resulta que todo lo que era innegociable y absoluto para el gobierno anterior, un
año después, con el mismo partido y el mismo presidente, ya es relativo y se
puede pactar, derogar y olvidar. El caso es hacer ahora lo contrario, el caso
es firmar. Conciencia cosificada, diría tal vez Adorno. Yo no me atrevo a
tanto, así que lo llamaré inconsciencia.
Bien está lo que bien acaba, dice
uno de nuestros refranes, siempre tan pragmáticos. Desde mi escuela recortada,
mutilada por la crisis, sin planes de apoyo, sin atención a la diversidad y sin
suficientes plantillas de profesores, he visto llegar los libros nuevos de la
LOMCE, cuajados de contenidos y con los niveles de exigencia hipertrofiados. He
tenido que preparar a toda marcha con mis alumnos las pruebas externas, con el
único objetivo de aprobarlas y, a pesar de disimularlo como he podido, ese es
el valor que les he transmitido: se estudia para aprobar, no para aprender. He
estado por tanto muy lejos de la conciencia reflexiva que considera Adorno como
fin último de la educación. He estado, sin poderlo remediar, en la inconsciencia.
Si el fin único de la educación
es que cada ser humano adquiera conciencia de sí mismo, de su rol en el mundo y
su relevancia, deberíamos exigir que la consciencia de lo que uno se trae entre
manos fuera el requisito esencial de todos los responsables políticos. Vamos a
tener un Pacto de Educación por fin, sí, pero qué tristeza por el tiempo
perdido, por el dinero despilfarrado, por la comunidad educativa desconcertada.
Qué tristeza de educación. De España.
Artículo escrito para el periódico Escuela.