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viernes, 24 de julio de 2015

EDUCAR EN EL MUSEO

 
Raimundo de Madrazo, Travesuras de la modelo. Museo Carmen Thyssen, Málaga.


He visitado Málaga para conocer el programa educativo del Museo Carmen Thyssen. Es una programación perfecta que lleva a cabo un equipo de mujeres jóvenes, apasionadas por la educación y realmente consciente tanto de la importancia de su tarea como del privilegiado entorno en que se mueven: un museo que es un verdadero tesoro.

Eva, Irene, Sofía, Carmen y el resto del equipo defienden la importancia de la labor pedagógica en los museos. Yo también creo que es hoy más importante que nunca. Y así me lo demostraron las salas repletas de niños y jóvenes, en diálogo con los cuadros. Gracias a ellos y a las monitoras, el Thyssen de Málaga me pareció un museo extraordinariamente vivo y feliz.

La Música y las Artes Plásticas siempre fueron “marías” en la educación española; la Historia del Arte y la Literatura comenzaron a serlo hace veinticinco años; inmediatamente después siguieron ese camino la totalidad de las Humanidades: Lenguas Clásicas, Filosofía… Las Artes Escénicas no perdieron relevancia porque, sencillamente, nunca estuvieron. Hoy, inermes, vivimos tiempos tan banales, o estamos bajo una égida tan absurda, que la escuela se ha llenado de palabras como input, output y emprendimiento. Ya no queda lugar para el Arte. Y esto sucede en un país que tiene un patrimonio artístico inconmensurable y que es la cuna de muchos grandes. Por eso tiene tanto sentido que sean los propios museos quienes se conviertan en aliados de lo educativo,

El Arte es una necesidad primigenia del ser humano. Tiene que ver con la verdad, que no es la representación exacta de nuestra vida sino su esencia secreta. El territorio de la verdad es el de la intuición profunda, la conciencia, el espíritu, el bien. Allí viven las emociones, los sentimientos y todo lo que no se ajusta a la definición del hombre como animal racional. Es el mismo territorio que ocupa el Arte, que también trasciende por completo la animalidad y no coincide con las medidas de lo racional ni de lo razonable.

Para explicar qué es una obra de arte, el filósofo alemán Martin Heidegger pone el ejemplo de un cuadro de Van Gogh, “Zapatos de campesina”. Un par de zapatos, dice, es ante todo algo útil. Y si contemplamos los zapatos cuando ella se los quita por la noche, no vamos a comprender cual es el ser de esos instrumentos tan útiles. Porque en el interior de esos zapatos están la forma del pie dolorido de la campesina y su sudor. En la rudeza y solidez de esos zapatos está la carga del peso de ella. Bajo las suelas está el polvo del camino, los granos que ha pisado. La fiabilidad de estos zapatos y lo cómoda que ella se encuentra son llamadas de la propia tierra que labra. Y estos son valores que la campesina intuye aunque no los pueda expresar. Ahora bien, ¿cuál es la única manera de comprender esto para quienes no sean campesinos? La respuesta es: ver los zapatos pintados en el cuadro de Van Gogh. En los zapatos reales sólo vemos un par de útiles viejos; en la pintura, el artista nos abre una ventanita por la que se atisba la verdad del ser, la verdad del trabajo de la tierra. Esto sucede porque no son un par de zapatos reales sino un símbolo.
Yo he tenido ocasión de comprobarlo en el Carmen Thyssen. Las jóvenes que lo visitaban eran capaces de ver, en los maravillosos vestidos de las mujeres de Madrazo, una opresión de la verdadera esencia de la mujer. Y eran capaces de reflexionar sobre cuáles son – en los tiempos del minishort y no del corsé- los elementos que las oprimen ahora a ellas.

 El Arte colma la capacidad simbólica del hombre que reconoce en él la expresión de sus emociones más ocultas. Por eso es una necesidad primigenia. ¿Debe la educación ignorar esa verdad ? ¿Ese poder transformador y curativo? ¿Esa fuerza simbólica?

Tampoco es posible que una sociedad se olvide de la relación entre las obras de Arte y sus espectadores - es decir, del Arte como hecho cultural -  porque negar a la generación más joven experiencias relacionadas con su propio origen, con el bien y con la belleza es empobrecerla injustamente.  El Arte necesita un espectador, y solamente puede serlo quien quiera asomarse a la verdad, quien esté educado para percibirla. Si contemplamos las obras de arte desde la indiferencia de quien no ha educado su sensibilidad, se convierten en simples cosas. Para quien no se deja permear por su valor simbólico, un cuadro cuelga de una pared como podría colgar una percha. Sin embargo, para quien sabe verla, una obra de arte es una historia. Y los  niños y jóvenes aprecian de corazón, con la sensibilidad intacta, cualquier acercamiento al Arte. A diario, y enfrentadas a los recortes presupuestarios, las educadoras del museo lo comprueban y siguen celebrando esa ceremonia espiritual de la pintura cuando se encuentra con el alma de un niño.

Desde aquí, toda mi admiración, mi apoyo y mi afecto para este joven equipo del Carmen Thyssen que se ha empeñado en acercar a los niños y jóvenes al Arte con mayúscula, a la verdad. La existencia de un museo solo puede justificarse por su programa educativo.  A corto plazo, puede pensarse en llenar las salas de turistas, pero solo con la educación un museo puede seguir siendo un tesoro vivo, solo así tendrá razón de ser mañana. Literalmente, mañana.

Enhorabuena de nuevo, equipo del Carmen Thyssen. Espero que nadie olvide el trabajo tan relevante que desempeñáis.

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